Se que vivimos bajo capas de realidad. Teníamos sobre nosotros una capa de realidad que nos impedía ver más allá de todos los miedos. No podíamos ver las posibilidades.
Tampoco nos dejaba huir.
Era espesa, nebulosa, fría. Jamás era suficiente nuestro calor para entibiarla. Aún entonces, permanecer era reconfortante porque sabíamos que ante tanta tempestad, ante tanta oscuridad, éramos leales a entregar nuestra vida por el bien común.
Ojalá nos hubiéramos dado cuenta que el monstruo ya había sido derrotado. Que no teníamos más que sacar la cabeza para darnos cuenta que ya no estaba ahí la amenaza. Que éramos libres. Que lo habíamos vencido. Que el camino fuera nos deparaba posibilidades absurdas. Que pudimos pasar la noche y sobrevivir para ver un nuevo amanecer...
Pero no lo hicimos. Tardamos mucho.
Para quienes seguimos aquí, en el camino a darnos cuenta de esta nueva realidad que nos forjamos, la opción de quedarnos al lado del camino y contemplar el tiempo perdido, está ahí.
Pero, agradezco que, pese al encierro y el miedo, una cosa siempre se mantuvo latente: ser felices. Y eso es lo que necesito reconocer, que la felicidad existe. Existió dentro, y existe afuera. Que si bien, el perpetuo existencialismo nos puso donde estamos, esa capacidad y esa fuente de vida que nos mantuvo con vida, nos da una nueva perspectiva y otra opción: ser felices.
Buscar esa felicidad. La auténtica.
La que te mantiene vivo en tiempos de frío y oscuridad. La que te mantiene en pie cuando ya te cansaste. La que te alimenta cuando tienes mucha hambre. La que te da la capacidad y el poder de mirarte cuando nadie te mira.
Aquella que hizo maravillas en la noche, y que sólo puede hacer más brillante el día.
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